6. LA OTRA CARA DE LA MONEDA.
Salí por patas del Lesway, cogí el primer taxi que vi y puse rumbo a casa, cuestionándome, durante el trayecto, cómo pude llegar a perder el control de esa manera. Una vez en casa me senté en una de las esquinas de la cama con la mirada perdida en el suelo y sin la menor idea de por donde empezar a solucionar lo ocurrido, mientras reconstruía en mi mente y pieza por pieza, cada mirada, cada sonrisa, cada palabra, cada caricia y cada susurro con Sharleen. Pero por más vueltas que le daba no conseguía entender como se me fue todo tanto de las manos. Y mucho menos borrar de mi piel su perfume o su respiración, sintiendo como aún me ardía por donde habían pasado sus labios.
Desperté hecha un ovillo y a punto de caer de la cama, alertada por una insistente Gwen Steffani sonando desde el fondo de mi bolsa de mano, abandonada a los pies de la cama a mi llegada.
- ¡Buenos días por la mañana! – estalló Lora eufórica desde el otro lado del móvil.
- No se qué tienen de buenos – refunfuñé tumbándome en la cama.
- Noches alegres, mañanas tristes, querida amiga.
- Vete al cuerno.
- ¿A ti qué te pasa, tía ceniza?
- Que no estoy de humor.
- Pues voy para tu casa y con el desayuno a cuestas pero si mi vida corre peligro, vuelvo por donde he venido. ¿Qué me dices?
- Que antes me dejes el desayuno en la puerta.
- No sé qué mosca te ha picado pero para ti la perra gorda.
- Ay, Lora – suspiré – No me hagas caso, anda.
- Entonces ¿vengo?
- Iré preparando el café.
Rodé por la cama hasta el filo y me incorporé lenta y pesada. Arrastré los pies hasta la cocina y puse la cafetera al fuego. Preparaba la mesa auxiliar de la cocina para el desayuno cuando, un primer toque en el interfono y un redoble de nudillos en la puerta de casa, anunciaban la llegada de Lora.
- ¿Se puede? Vengo en son de paz – pidió en cuanto abrí la puerta, zarandeando en alto una aceitosa bolsa de papel.
- ¿Churros? – quise adivinar tras invitarla a pasar.
- Media docena, sí señora. Y mini croissant rellenos, palmeritas y tortas de anís. – confirmó el desayuno mientras me seguía hasta la cocina.
- ¡Bien! Azúcar, grasas saturadas, colesterol e infarto, ¡yupi! – exclamé burlona
Pero no obtuve respuesta a mi desdén. Cuando la busqué con la mirada extrañada por su silencio, la vi observándome de pies a cabeza, esbozando una maliciosa e irritante sonrisa al verme aún vestida con la misma ropa de anoche.
- No es lo que parece – negué.
- Ya lo sé. – confesó ladina – Anoche, después de saber que estabais en el cuarto oscuro, seguí a lo mío con Carol, ¿si? Pero empecé a escuchar gemidos, pensé que eras tú y chica, que cortada de rollo, así que salí. Me encontré a Sharleen en el reservado recogiendo sus cosas y despidiéndose, le pregunté que si ella estaba fuera quién gemía dentro, me dijo que te habías ido hacía un rato y qué quieres que te diga, lo vi claro no, clarísimo. Por eso he venido. – soltó en una única y heroica bocanada de aire.
- ¿Y Sharleen? – fue mi primera preocupación.
- Pues con un calentón de narices y cara de perro abandonado. ¿Y tú?
- No lo sé – admití derrotada mientras sacaba la cafetera del fuego – Confusa, avergonzada, nerviosa… – empecé a enumerar mientras servía los cafés.
- ¿Arrepentida? – interrumpió Lora.
- ¡Sí! Pero no por lo que pasó, si no por cómo pasó. – le acerqué su taza. – Por cómo se me fue todo de las manos.
- Tú y tú manía con el control. Hay cosas en esta vida que no se pueden controlar por mucho que te empeñes e hincarle el diente a alguien cuando se pone a tiro, pues es una de ellas ¿sabes?
- No se trata de control – refunfuñé – Si no de equilibrio. Un punto medio entre sentir las mariposas de la cena y pedirle que me quitara la blusa. – recordé abochornada.
- ¡Ay, como si te quita las bragas a mordiscos! Yo tampoco me andaba con tonterías si alguien me mirara como te miraba Sharleen.
- Pues eso, Lora, pues eso. Que me acuerdo y aún me tiemblan las piernas.
- Que te tiemble el cuerpo entero, que digo el cuerpo ¡que tiemble todo!, la cama, el suelo, las paredes y hasta el edificio si es necesario. Pero que eso sea todo.
- ¿Es que todo lo reduces al sexo?
- Yo no. Tú. – sentenció. – Que se te ha metido entre ceja y ceja y venga darle vueltas a tus veinte minutos de frenesí sexual. Y le estás dando demasiada importancia.
- Porque sé que la fastidié al dejarme llevar.
- ¿Será dejaros? Isis, que lo de ayer lo hicisteis entre las dos. Pero no oí a Sharleen quejarse, precisamente. Y tú, bueno, mucho ruido y pocas nueces, para que engañarse.
- ¿Qué quieres decir con eso?
- Pues que el problema no fue darte un achuchón con Sharleen, si no que te gusta más de lo que piensas y por eso estás así de insegura. – determinó certera.
- Yo no… – intenté refutar – No estoy... – me negaba a aceptar – Que no... – se me atravesó la dichosa palabra en la garganta – Madre mía – me di por vencida.
- Sí, lo estás. Y como ya he dicho, por eso he venido, porque tienes un problema.
- En otras palabras, no te fías de mí.
- No me fío de ella. Y después de ayer, visto lo visto, un poco menos de ti.
- ¿Esto tiene algo que ver con lo vuestro? – até cabos.
- Puede, pero no es de lo que estamos hablando – eludió – Lo que digo es que no te lances sin más a sus brazos, ni por lo de ayer ni otra vez. Que tú no eres así y no sabes como es ella. ¿sí?
- Tu papel de abogado del diablo me confunde, pero sí.
- Misterio resuelto, ¿podemos desayunar ya? Me muero de hambre, necesito azúcar y unas cuantas grasas saturadas no me asustan. Lo del ataque al corazón sí que ya me da más respeto, ¿no? Pero mira, de perdidos al río, que en cuanto pille la cama no me levanta ni Dios hasta mañana y me huelo unas agujetas históricas, ya me entiendes. ¿Quieres? – me ofreció una palmera. – Hablando de mañana, ¿a la hora de siempre?
- Sí – acepté sumida en mis propios pensamientos.
- ¿Sí quieres la palmera o sí te recojo a la hora de siempre?
- Espera, espera, ¿es que te fuiste con Carol? – tardé en reaccionar.
- ¡Tú dirás! – afirmó entre risas – ¿Y ves? Una alegría para el cuerpo y que me quiten lo bailao, eso es todo. ¿Entonces, palmera u hora?
- Dame anda – acepté la pasta – A las seis. Como siempre.
El desayuno con Lora se alargó un par de horas más hasta terminar café, bollería y temas disponibles sobre los que cotillear. Con la hora de comer cerca, empachada de azúcar industrial como me sentía y tras cambiarme al fin de ropa, opté por malgastar aquella tarde de sábado a mi antojo. Así que tirada en el sofá y sin ganas de absolutamente nada, me dispuse a dejar de darle vueltas a lo ocurrido con Sharleen para pensar en lo que estaba por venir con ella, intentando encajar entre pensamiento y pensamiento, las palabras de Lora.
Arrastrada por la falta de sueño más que por voluntad propia, me metí en la cama a última hora de la tarde cayendo, irremediable y fulminantemente, en un profundo sueño.
Domingo por la mañana y me negaba a despertar. Más aún a levantarme de la cama. Pero cuanto desatendí la tarde anterior me reclamaba con urgencia, empezando por poner una lavadora y limpiar la cocina, el salón y mi habitación hasta darme una buena ducha. Entre tarea y tarea, un buen café con leche para no perder ritmo. Y al terminar, comer algo, arreglarme y esperar a que Lora, como todos los domingos, viniera a recogerme para ir a casa de Tanya y Diana.
Las seis de la tarde y Lora reclamaba desde el otro lado del interfono mi presencia.
De camino al metro pasamos por el videoclub a por una película en dvd y por el colmado a por litros de Coca-cola. Veinte minutos después nos bajamos en Urgel. Girábamos por la esquina de casa de Tanya y Diana cuando Maite, desde en un Ford Focus aparcado en doble fila, nos llamó la atención.
- ¿Buscando aparcamiento? – quise saber.
- No, cielo, no. Nos vamos a tomar algo al Lesway. ¿Podéis darle esto a Sharleen? – y me entregó una pequeña bolsa de papel – Si os aburrís, ya sabéis donde estamos. – se despidió.
Dos pensamientos marcaron el destino de aquella tarde. Uno, darme cuenta de que Sharleen iba a venir. Y dos, querer saber qué contenía la bolsa.
- ¿Y ahora ésta qué quería? – preguntó Lora.
- ¿Sharleen va a venir? – quise corroborar con el corazón trepándome por la garganta.
- Pues claro. ¿Por?
- Maite me ha dado esto para ella. – y en cuanto miré dentro de la bolsa, reconocí al instante la camisa de Sharleen. – Es… es... – observaba confusa la camisa.
- ¿Qué, chica, qué? – apremió Lora.
- Pues, es la camisa de Sharleen. La que llevaba el viernes. Pero ¿Cómo...?
- Ah, sí. Algo me dijo Sasha de que pasó la noche en casa de Maite. – aclaró sin más.
- ¿Que pasó la noche con Maite? – repetí automáticamente en voz alta.
- No con, Isis, en. Pasó la noche en casa de Maite. – y arrugó la nariz para quitarle importancia.
Una vez en el piso y tras saludar a nuestras anfitrionas, a Cloe y Sasha, dejar las Coca-Colas en la nevera y dar explicaciones de porque el dvd elegido para aquella tarde terminó siendo “Lost in Translation”, quise aprovechar la intimidad de la habitación de matrimonio, mientras dejábamos nuestras respectivas chaquetas y bolsas de mano, para ordenar todo cuanto me estaba pasando por la cabeza en ese momento. Desde la macabra visión de imaginarme a Maite y Sharleen desnudas y entrelazadas en la cama, pasando por la insensata angustia de sentir que me había utilizado, hasta la lógica más aplastante de estar dándole, como ya me advirtió Lora, demasiada importancia, sabiendo de sobras que cualquier reacción al respecto que no fuera la más pura y simple aceptación, estaba completamente fuera de lugar.
- No le busques las patas al gato, ¿me oyes?, que no es lo que parece. – justificó Lora interrumpiendo mi acusado silencio. – Sabes que soy la primera en hacer leña del árbol caído cuando se trata de Maite – chasqueó la lengua – Pero sé la relación que tienen y no es lo que estás pensando.
- Ya bueno – suspiré observando la camisa entre mis manos – Tampoco es que pueda decir nada, ¿no?
- Isis... – quiso detenerme.
- Si ya lo sé Lora. Le doy demasiada importancia a lo que pasó, ya me lo dejaste claro.
- Isis... – me llamó de nuevo la atención.
- Y en realidad no hay nada entre nosotras. Puede hacer lo que le de la gana con quién le de la gana. – admití decepcionada.
- Hola – me llegó la voz firme de Sharleen desde la puerta de la habitación, con la mochila colgando del brazo – ¿Va todo bien? – preguntó con su mirada puesta en mí.
- Maite ha dejado esto para ti – le di su camisa, incapaz de mirarla a la cara, mientras salía de la habitación.
- Isis, espera, no es lo que parece. – me siguió hasta la cocina.
- No tienes que darme explicaciones – impuse tajante apoyada en una de las encimeras.
- Nunca las doy y nunca las pido. – sentenció severa – Pero creo que tenemos que hablar.
- Pues casi que me voy y os dejo solas – Diana salió de la cocina cerrando la puerta tras ella.
- No hay nada de que hablar – evité.
- No tienes que ponerte a la defensiva conmigo. Sólo quiero... – suspiró – Quiero saber si la otra noche fui demasiado lejos o hice algo que te haya ofendido. – se acercó un par de pasos hasta mí.
- ¿Antes o después del Lesway? – aticé recordando que pasó la noche con Maite. “En, Isis, en” me corregí a mi misma.
En un último paso y posando sus manos sobre mi cintura, terminó por encerrarme entre su cuerpo y la encimera, sellando mis labios contra los suyos en un inesperado y delicado beso. “Dios, no me hagas esto” pensé al sentir sus brazos aforrándome contra ella, “Otra vez no” me sentí perdida con el dulce baile de sus labios sobre los míos, “Madre mía” sentencié con cada centímetro de mi piel deseándola de nuevo, “Basta, por favor” empecé a perder el control con una vehemencia casi dolorosa trepando furiosa por mi vientre, “Qué demonios” me rendí cuando comenzó a deslizarse por mi cuello. Y de repente, se detuvo. Se alejó una par de pasos con la respiración aún acentuada, su mirada fijada en la mía y en el brillo de sus ojos una creciente y seductora perversión. Pestañeó un par de veces, bajó la cabeza, tomó una profunda bocanada de aire y desapareció por la puerta, como si nada. “¡¿Pero qué narices ha sido eso?!”, dudé de absolutamente todo lo que acababa de ver, sentir y tocar, llevándome la punta de los dedos hasta mis labios y con la atención perdida en la puerta.
Me tomé unos minutos, y un par de vasos de agua fría, antes de volver al salón y poder contarle a Lora lo ocurrido cuando al salir di con Sharleen, esperándome sentada en el sofá con una ceja levantada y media sonrisa en los labios.
-Touché – comprendí que dónde las dan las toman.
- Ven – me invitó a sentarme a su lado – Si pasé la noche en casa de Maite fue para hablar de ti y de lo que pasó y me quedé dormida. – confesó en un susurro.
- Secretitos en reunión son de mala educación – reprendió Tanya.
- ¿Qué nos hemos perdido? – se interesó Diana.
- Sharleen pasó la noche con Maite – soltó Cloe
- En, joder, que he dicho en – corrigió Lora.
- Te ha faltado tiempo para contarlo ¿no? – reproché a Lora
.
- Tardabais tanto en la cocina. – justificó Sasha.
- Isis, ¿no estarás pensando que Maite y ésta? – insinuó Tanya desencadenando una carcajada general.
- Y qué quieres que piense de Maite – alegué sonrojada.
- ¿Y de mí? – Sharleen dudó sorprendida. Miré a Lora sin saber qué responder. – Ya veo.
Sin poder encontrar las palabras que la retuvieran sentada a mi lado, Sharleen se encaminó hacia el dormitorio y salió, segundos después, con la mochila a la espalda, la chaqueta en una mano y una bolsa en la otra.
- Casi se me olvida – le dio la bolsa a Diana – Tú misma. Me llevo el de Maite.
Quise ir tras ella viendo como se dirigía hacia la puerta cuando la mano de Lora me retuvo.
- Déjala – afirmó.
- Sobra uno – detectó Cloe tras repartir un paquete de la bolsa para cada una, menos para mí.
- No lo creo – Diana miró a Tanya – Toma, creo que esto es para ti – me ofreció el último regalo.
Bajo una doble capa de papel burdeos y dentro de una caja blanca, hallé un peluche. Un pequeño Boston Terrier blanco y negro, con los ojos saltones y un trébol de tres hojas en la boca, sujeto por la pintada de rojo simulando un corazón. Y en el collar del peluche, una nota; Tu amor es mi mayor suerte.