Con la primera luz del día entrando por el balcón del salón, cerca de las ocho de la mañana, exhausta por las dudas y harta de haberme pasado la noche dando puntada sin hilo, decidí llamar a Isis una última vez. Esperé los nueve tonos.
- Buenos días. Voy a intentarlo una última vez; cena, conmigo, hoy, en mi casa, estaremos tranquilas y podremos hablar de todo. ¿Sobre las siete?
Dejé mi dirección, colgué y me repetí firme que no volvería a llamar, porque no estaba dispuesta a pasar por aquello nunca más. Fuera por quién fuera. “Una promesa es una promesa”, recordé. Pero apenas di un par de pasos lejos del teléfono cuando empezó a sonar. Me lancé a por el auricular.
- ¿Sí? – respondí con la respiración contenida
- Buenos días, vecina.
- Maite – reconocí algo desilusionada – ¿Va todo bien?
- ¿Haces algo? – la oí resoplar
- ¿Desayunar contigo?
- Genial. Tetería, ¿en media hora?
- Claro – acepté – Oye, ¿no te sobrará un móvil? Anoche estampé el mío.
- ¿Yolanda?
- Isis. Luego te cuento.
- Lo miro.
Devolví el auricular a su base, comprobé la hora y opté por una ducha rápida cuando de camino a mi habitación a por una toalla, una segunda llamada me detuvo a medio recorrido. “Si esto es una broma, no tiene ni puta gracia” refunfuñé al aire mientras volvía sobre mis pasos.
- ¿Hola? – atendí desconfiada
- Me alegra saber que a tu teléfono no le pasa nada – espetó solemne mi madre.
- Mamá.
- Y te acuerdas de que tienes madre – interrumpió claramente dolida.
- Mamá, lo siento. He estado liada con mi vuelta pero iba a llamaros hoy mismo, de verdad – quise justificar
- ¿Cuándo vas a venir a ver a tus padres?
- ¿Cuándo quieres que venga? – atajé.
- El lunes estaría bien, cariño – se añadió mi padre desde otro terminal.
- Luís, cuelga que estoy hablando yo con la niña – exigió mi madre.
- ¿El lunes te va bien, mamá?
- Si a tu ocupadísima vida le va bien, supongo que a mí también – aceptó resentida.
- Os llamo cuando llegue a la estación.
- Hasta el lunes, cielo – se despidió mi padre
- No vengas tarde – fueron las últimas palabras de mi madre antes de colgar.
Retomé la idea de darme una ducha pero sin quitarle ojo al teléfono, andando de espaldas de vuelta a mi habitación y hasta el cuarto de baño, convencida de que en cuanto me metiera bajo el agua volvería a sonar. Y esta vez, seguro que sería Isis. Pero salí por la puerta de casa sin noticias suyas, maldiciendo durante los escasos cinco minutos que tardé hasta la tetería, qué demonios pasaba por su cabeza para seguir sin saber nada de ella.
A mi llegada al local saludé a la propietaria, pedí un café americano extra-largo y me senté en una de las mesas de la terraza, cuando una chica de más o menos mi edad y aspecto descuidado, luciendo unas enormes gafas de sol, el pelo recogido de mala gana, con una camiseta demasiado vieja hasta para dormir y un desgastado pantalón de chándal, me reprendió con una serie de despectivas muecas desde otra de las mesas.
- ¿Tienes algún problema? – me molestaron sus maneras.
- Tú dirás – se sacó las gafas de sol y reconocí que era Maite.
- Madre del amor hermoso – me quedé atónita – ¿Se puede saber qué te ha pasado?
- ¿Tú te has visto? Porque no haces mucha mejor cara – replicó una vez en mi mesa
- Al menos no he venido en pijama – no daba crédito – Y llevas deportivas ¿De dónde has sacado tú unas deportivas? ¡Ni siquiera sabía que tenías unas deportivas! ¿Porque estas deportivas son tuyas, no?
- Vuelve a decir deportivas – amenazó.
- ¿No deberías estar con Ariadna camino a un fin de semana para dos a bordo de un Mercedes? – caí en la cuenta.
- Pues eso, Sharleen, pues eso – llegaron los cafés – Que cuando anoche Ari vino a buscarme y le contamos lo ocurrido, se acabó – puso los ojos en blanco – Bueno, ¿y a ti qué te pasa ahora con Isis?
- Eso me gustaría saber – me miró escéptica – Va en serio, no lo sé. Lo sabría si respondiera a mis llamadas o pudiera hablar con ella. ¿Ha habido suerte con un móvil para mí? – negó con la cabeza.
- Puede que haberla echado tenga algo que ver – señaló mordaz.
- Lo hice por ella – alegué.
- ¿Sabes por qué se ha terminado lo mío con Ari? Porque no entendía mi disgusto por algo que pasó hace tanto tiempo. Y más le insistía en hacérselo entender y más me encendía hablando de ello, más me pinchaba ella con que seguía enamorada de Lora. Que si no, por qué le daba tanta importancia.
- ¿Insinúas que sigo enamorada de Yolanda? – “mierda”, me di cuenta de cómo le cambió la expresión, observándome con el semblante fijo y la mirada sostenida sin ni siquiera pestañear – Lo decías por Isis.
- ¿Lo saben el resto?
- Después de anoche, puede.
- ¿Y Lora? ¿Lo sabe?
- ¿Te digo lo qué me importa? – desprecié
- Vale, tengo que preguntarlo, ¿sigues enamorada de ella? – la miré con desdén – Puedes mirarme todo lo mal que quieras.
- Se acostó con Lora. – repliqué molesta.
- Y con todo Aire y media Arena, ¿y qué? – alegó certera.
- Joder, Maite – me sentí atacada.
- No, joder tú. Anoche dijiste que eso era lo de menos. Pues explícame lo de más. Explícame qué ha cambiado para que haberse tirado a mi novia te importe ahora y no entonces.
- Le dije que la quería – confesé con un nudo arañándome la garganta – Le dije a Yolanda que la quería y se acostó con Lora.
Se irguió pausadamente contra el respaldo de la silla, cruzó los brazos, frunció el ceño, ensanchó la nariz, empequeñeció los labios y me observó inalterable durante unos minutos.
- Vamos a ver – se encendió un cigarrillo y dio un sorbo a su café – Sabes que Lora y yo discutimos esa tarde porque te quedaste a dormir en casa aquella semana y pensó que volvíamos a tener algo – asentí – ¿Y si te contara que todo empezó porque me dijo que me quería? Que era la primera vez que me lo decía, que me pilló por sorpresa y que por lo visto tardé demasiado en reaccionar. Y ya no pude detenerla.
- Te diría que eres una imbécil insensible y que con una en mi vida ya tengo más que suficiente – respondí sin filtro.
- Pues ésta imbécil insensible le escribió con pétalos de rosa sobre la cama que la quería. Mientras se acostaba con otra.
- Lo siento.
- Nos enamoramos de un par de desgraciadas, qué le vamos a hacer. Por nosotras – brindamos con los cafés – Volviendo a Isis ¿Es posible que estés sintiendo algo?
- ¿A ti qué te parece? – desprecié
- Que el amor te sienta muy mal, chica. ¿Qué vas a hacer?
- Esperar – me encogí de hombros – La he invitado a cenar a casa esta noche, así que ahora depende de ella – tuve un ligero escalofrío – Pasaré por el super, ¿necesitas algo?
- No ir sola o terminaré comprando sin control.
- Sigues enamorada de Lora – aseguré conociendo los hábitos de Maite.
- Ahora por bocas, pagas tú los cafés.
Me hice con la cuenta y nos fuimos juntas al supermercado, donde estuve vigilando los movimientos de Maite y qué andaba metiendo a escondidas en el carro, correteando tras ella pasillo a pasillo, sacando una y otra vez botellas de vino, de cerveza, tarros de helado y tabletas de chocolate, mientras me las veía para decidir qué compraba para mi cena con Isis. Pasando un leve mal trago cuando tuve que elegir el vino y todo lo que me llamaba la atención era un Gran Reserva tras otro, “Será posible” terminé llevándome un par al azar. Gracias a mi indecisión y a la compulsividad de Maite, pasamos por caja con la compra equivalente a un mes para una familia numerosa.
- Te echo una mano con el menú si me invitas a comer – propuso Maite cargando con la mitad de la compra de camino a mi piso – Algo de lo que no prepares para la cena ya me va bien.
- El menú y una de tus botellas de vino – negocié – Y las fresas no se tocan.
- Hecho.
Dejé a Maite con la compra en la cocina y comprobé el contestador automático del fijo por si durante mi salida Isis se había puesto en contacto al fin. Pero nada de nada.
- ¿Has pensado que quizás no vaya a venir? – planteó Maite desde el marco de la cocina con dos copas de vino entre las manos.
- ¿Por qué crees que quiero guardar mi vino intacto? – admití – Será una noche muy larga, otra vez.
Nos metimos en la cocina manos a la obra, ella con el menú para la cena y yo con la comida para nosotras, refunfuñando ambas al aire cómo era posible haber comprado tanto y que nada se pudiera preparar junto, cuando al fin, su séptima propuesta, me pareció más que perfecta.
- Adoro la italiana que llevas dentro – le agradecí.
- No eres la única – vaciló – ¿Tanto como para darme una fresa?
- Tú misma – la invité a servirse mientras terminaba de preparar la mesa para comer.
- Nunca pensé que te vería hacer esto.
- La verdad es que cuando estoy sola, como en el suelo pero ya que estás aquí – eludí
- Cenutria, lo digo por la cena.
- ¿Vas a volver a preguntarme, no? – reconocí
- Por supuesto.
- ¿Qué quieres que te diga? Lo que siento por Yolanda – la vi alzar las cejas – Lo que sentía por Yolanda – corregí – siempre estará ahí. Pero eso es todo – seguía con las cejas alzadas y mirándome reticente – Joder, que lo dices por Isis.
- Espero que tengas una explicación mucho mejor cuando Isis te pregunte por qué la echaste.
- Porque no quiero que tenga nada que ver con Yolanda.
- Ay, cielo – suspiró – Ya lo tiene y eres tú.
El reloj del comedor marcaba las cinco y media de la tarde cuando Maite se fue de casa. Eso me dejaba el tiempo justo para preparar la cena y arreglarme para la llegada de Isis a las siete, si decidía venir, claro. Si no, Maite estaría en casa y disponible para lo que necesitase. Y aún contaba con mis dos botellas de vino. Empecé con la cena siguiendo al pie de la letra las instrucciones que Maite me dejó anotadas. Dispuse la mesa del comedor debidamente, con su mantel, sus cubiertos, sus copas y un par de velas. Acomodé el sofá en la otra esquina del salón. Y ahuequé los cojines. Busqué entre mis cd´s de música uno apropiado para la velada y otro en reproducción para la espera. Y cuando me pareció que todo estaba perfecto y la cena aguardaba en el horno, me cambié de ropa. “Justo a tiempo” verifiqué la hora al terminar; 18:55. Revisé el punto de la pasta. Mullí los cojines del sofá hasta que perdí la sensibilidad en las muñecas. Cambié las velas de una esquina de la mesa a la otra. Las 19:09. Abrí una de las botellas de vino. Moví el sofá donde estaba originalmente. Saqué una de las velas. Recoloqué los cubiertos. Me comí un par de fresas. Las 19:32. Le di un toque de calor al horno. Me serví una copa. Cambié de sentido las sillas de la mesa. Y el sofá al centro del salón. Las 20:14. Soplé la vela. Me quité los tacones. Apagué el horno. Cambié el cd. Guardé la ensalada en la nevera. Las 20:42. “Se acabó”, di por concluida la espera. Desmonté la mesa. Tiré la vela a la basura. Saqué la comida del horno. Y llevé el vino conmigo hasta el sofá. Lancé los puñeteros cojines al otro lado del salón y me dejé caer en el centro. Le di un trago a la botella, rellené la copa y me acomodé en la engañosa indiferencia que me producía el plantón de Isis. Supongo que una parte de mí, la misma que me tuvo en vela la noche anterior, ya sabía que no vendría. Y dejarme mental y físicamente agotada fue su manera de evitar males mayores llegado el momento; si no me quedaban fuerzas ni para refunfuñar, muchísimo menos las tenía para un no más que molesto sentimiento de fracaso absoluto.
Pasaban unos minutos de las nueve de la noche y me servía otra copa, cuando entre una pista del cd a otra escuché el teléfono fijo. Me incorporé a regañadientes con la copa en la mano, apagué la mini-cadena y respondí.
- Sí
- ¿Y bien? – reconocí la voz de Maite
- Nada.
- ¿Estás bien, necesitas algo?
- Tengo vino, todo en orden, tranquila. Por cierto, me olvidé de darte tu regalo de Boston – sonó el timbre de casa
- ¿Eso es el interfono?
- No, es en casa. Será Doña Carmen, espera. – dejé el auricular sobre el mueble y la copa sobre la mesa de camino a la puerta.
Doña Carmen, mi vecina de rellano, era una señora octogenaria de origen andaluz con una salud inagotable, de espíritu joven y una adorable pasión por los geranios, el arroz con leche y las lesbianas, que de vez en cuando se pasaba por casa y compartíamos un buen tazón de su postre favorito mientras hablábamos de flores y féminas. Las tres cosas que menos me apetecían en aquel momento; compañía, comida y conversación. Así que tomé una buena bocanada de aire, rebusqué entre mi apatía la mejor de las sonrisas disponibles, abrí la puerta y la figura de Yolanda al otro lado me dejó completamente paralizada.
Mentón alzado, mirada afilada, una breve exhalación de más, la punta de la lengua jugando sobre uno de sus colmillos y el pie repicando contra el suelo. Una impredecible mezcla de singularidades que, si por separado eran realmente difíciles de manejar, juntas, me parecían imposibles de contener; la arrogancia por las nubes, la intransigencia en el brillo de sus ojos, la frustración palpable en su respiración y la rabia contenida en esporádicos mordiscos de lengua. Pero lo más peligroso, sin duda alguna, era el recelo oculto en el golpeteo de su pie contra el suelo. Constante. Inalterable. Cadencioso. Un puntapié. Otro puntapié. Y uno más. Y otro seguido de otro. Puntapié tras puntapié. Resonando a través del rellano. Retumbando en mis oídos como el irritante tic-tac de una cuenta atrás. “Oh, mierda” adiviné tarde cuando la vi dar un último golpe. Abrió la puerta por completo de un manotazo, me alcanzó por el cinturón y me besó. Atrapando mis labios entre los suyos con una encarnizada y perversa malicia. Implacable. Exigente. Y jodidamente certera. Porque ya sólo podía pensar en sus labios. En saborearlos. Morderlos. Lamerlos. Chuparlos. En volver a sentirlos sobre absolutamente cada parte, rincón y centímetro de mi cuerpo. Una virulenta y corrosiva necesidad abrasándome la piel. Enredé mis dedos en su pelo. Y detuve su boca a rozar de la mía. Capturé su labio inferior en un mordisco, rabioso, agudo y volvió a besarme, precipitándonos a ambas contra la pared. Le saqué el abrigo. Y ella hizo saltar los botones de mi camisa de un tirón. Volví a morderla y clavó sus uñas en mi vientre. Descolgué el interfono al agitarme contra la pared. La aparté al otro lado de la entrada y empujé la puerta para cerrarla. Me abalancé sobre ella y nos enzarzamos en un acalorado pulso de mordiscos, tirones, lametones y tentativas una contra la otra. Rodamos por la pared y volcamos el perchero. Le quité la camiseta. Me desabrochó el pantalón y me alzó fuera de él apenas rozó el suelo. Rodeé su cintura con las piernas, hundí mis manos en su cabellera y me portó hacía el interior del piso. Abatió a puntapiés las sillas de la mesa del comedor y me sentó en el filo. Retiró mi camisa sobre los puños de una tirada y me tumbó, brusca, de un impulso, sobre el enredo de tela contra la mesa, abordando mi piel beso a beso, marcando su boca sobre mi cuello, por mis hombros, tanteando, hábil, alrededor de mis pechos. Y más ávida se volvía con mayor necesidad me revolvía bajo su cuerpo. Logré liberar una mano y alejarla unos pasos. Volqué la copa de vino al deshacerme de la camisa. Junté las rodillas, me apoyé con las manos en el borde de la mesa, convulsa, jadeante y le advertí con la mirada sobre sus juegos sucios. Se relamió los labios. Mordí el mío. Abrí de nuevo las piernas, la agarré del pantalón y apresé su cuerpo entre mis muslos, guiando sus labios de vuelta. Me bajó de la mesa, el vino derramado la dejaba inservible, y avanzamos a trompicones hasta dar con el sofá en el centro del salón. Sujeté con fuerza sus manos sobre el respaldo, le quité el sujetador a bocados y cubrí sus pechos con la lengua, ansiosa, voraz, avivando lametón a lametón la erección de sus pezones entre mis labios. Salvó una mano de mi control y agarrada por el cuello, me llevó contra la estantería. Fijó mi mirada en la suya, severa, amenazante y embistió su muslo entre mis piernas. Me alcé sobre la punta de los pies y cargó más arriba. Gemí en alto. Hundió su lengua en mi boca. Y la atrapé en aquel beso, feroz, hambrienta, hasta la asfixia. Aproveché el desequilibrio de su cuerpo en busca de aire y la empujé hasta la pared del fondo. Me detuvo a un brazo de distancia con su mano en mi pecho. La mantuve contra la pared con mi mano en su vientre. Escuché el poster colgado en ella desgarrarse tras su espalda. Me miró desconfiada. Le sonreí ladina. Quise colar la mano dentro de su tejano. Y me rechazó de un manotazo. Probé con la otra. Y volteada por la muñeca me encerró entre sus brazos. Me arrastró pasillo adentro hasta mi habitación, me lanzó sobre la cama y me advirtió con el dedo índice en alto que más me valía estarme quieta. Le tiré el sujetador a la cara. Hincó una rodilla en la cama y posó ambas manos sobre las mías, mansa, sospechosamente dócil, deslizando con suavidad sus dedos por mis piernas. Intenté agarrarme al cabecero de la cama al sentir sus puños cerrarse alrededor de mis tobillos. Me recostó de un tirón. Y quedé sometida al primoroso saber hacer de los labios de Yolanda entre los míos.
Durante las poco más de tres horas siguientes, hicimos de mi cama, un verdadero campo de batalla. Una lucha cuerpo a cuerpo cruel, salvaje y hostil que aún hoy me avergüenza recordar. Y que, si de vez en cuando vuelve a mi mente, lo hace invocada por la censura en las palabras de Yolanda.
- Mírame, Sharleen. Esto es demasiado. Incluso para ti.